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viernes, 6 de septiembre de 2013

Pequeño romance entre dos simples románticos: 1ª parte

Todo comenzó un día en el que caminaba tranquilamente por las callejuelas de un barrio en un pequeño pueblo en plena montaña. Era invierno ya que el viento frío revolvía tu pelo y te provocaba escalofríos a lo largo de tu espina dorsal. Aún estaban los restos de la nevada anterior, que cubrían los banquitos y las macetas situadas en los balcones de hierro. Mis pies dejaban huellas en la espesa blancura que cubría el suelo y yo me carcajeaba por dentro como una niña. El callejón era oscuro y oía las voces de los niños que jugaban en la plazuela que allí estaba. Mientras atravesaba la plaza para llegar a un atajo que conducía a mi casa, en unos escalones había un chico no mucho más mayor que yo, que dormía plácidamente como un chiquillo, con un flequillo color miel que le caía juguetón sobre la nariz. Mientras le observaba, cautivada, el chaval abrió sus enormes ojos y alargó sus brazos hacía mí. En ese momento, me impulsó hacia delante y caí en sus brazos, fascinada mientras un tenue rubor cubría mis mejillas. El chico conmigo entre sus brazos, cerró los ojos y volvió a dormir como si nada hubiese ocurrido.
Mientras el descansaba, yo seguía pasmada y mi mente barajaba las posibilidades. Tras unos minutos inmóvil, el muchacho se sonrojó al abrir los ojos y verme a su lado, me separó y formuló una disculpa acelerada. Dijo que era sonámbulo y que perdía por completo el hilo de lo que obraba cuando dormía. Yo sonreí, y aunque intenté contener la risa, me empecé a reír frente a él. En ese momento, el chaval empezó a reír conmigo y ambos nos desternillamos de forma bastante vergonzosa. Después de acabar me di cuenta de lo que había hecho y quise pedir disculpas enseguida, pero cuando mi mirada se levantó hacia sus ojos el estaba ya disculpándose otra vez. Nos volvimos a reír de nuevo, esta vez sin remordimientos, libres, alegres, jóvenes. Sus mejillas se ponían rojas a una velocidad vertiginosa y me cautivó. Acto seguido, se presentó, me anunció que su nombre era Syo y que tenía dieciséis años, mientras que yo tenía catorce para quince. Y volvió a sonreír. Desde el primer momento tuve clara una cosa: su sonrisa era especial para mí, diferente a todas las que había visto jamás.

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